Amor en XII actos. Acto I: Como perro flaco

domingo, 7 de septiembre de 2008

Como perro flaco, orinando esquinas poco recurridas, haciendo de intemperie casa, de ayuno comida. Así fue conquistándola poco a poco, desapercibido, en un ruego callado que embozaba un patetismo clamoroso.

Se enamoró de ella sin querer. De hecho, ella recordaría después con cariño la primera vez que habían cruzado palabra:

"Yo estaba sentada en la terraza de una cafetería de María Pita con mi amiga Vero y se me acercó con cara pena y me dijo que lo sentía mucho y se piró"

Pasaría mucho tiempo hasta que Lucía Seoane volviese a ver a Silvio Casas. Apenas unos segundos hasta que él volvió a verla a ella. Porque mientras marchaba giró la cabeza. El amor aún era débil, y tuvo sus primeras dudas:

"El sol se ponía, y la luz tras perfilar los tejados de las casas, le llegaba como enferma. Y su cara parecía roja. Desde cerca me había parecido muy guapa"

Desaparecieron con su segundo encuentro visual, ella camino de su casa, él escondido detrás de los soportales. Y nunca más volvería a dudar.

Es un misterio como Silvio reconoció su amor, porque nunca antes lo había visto. Había llevado una vida sin vida, dejándose arrastrar por los días como un niño del brazo de su madre. Y de repente los días le habían abandonado en medio de la primera noche después de Lucía.

Eran las cuatro de la madrugada y el sueño no venía. Quizás se confundió de habitación, porque su hermana no despertó hasta las cuatro de la tarde. Pero él no contempló ese detalle. Sólo pensaba en Lucía. Dibujaba su pelo sobre el aire con el dedo, preguntándose si el dibujo era perfecto o si la estaba engañando con el pelo imaginario de otra. Dibujaba sus ojos grandes y castaños, los miraba un segundo y volvía a dibujarlos pensando que se había olvidado algún detalle. Dibujaba sus labios, carnosos, e imaginaba que los besaba. Y no se cansaba de besar esos labios, sin moverse siquiera. Se preguntaba si ella sospecharía que la estaba besando, que la estaba besando sin que se diese cuenta. Y cuando terminaba el dibujo volvía a empezarlo, de nuevo su pelo, de nuevo su cara, de nuevo su cuerpo.

Así se contagió de la costumbre de dibujarla, hasta lograr prescindir del dedo, quedando tatuada en su retina. Y a las pocas noches sintió la necesidad de comprobar la exactitud del grabado. Se dio cuenta de que no sabía dónde encontrarla.

¡Deja el primer garabato!

Publicar un comentario