Amor en XII actos. Acto X: Perdiendo el alma

viernes, 28 de noviembre de 2008

La sábana estuvo mojada. Y ahora ya estaba húmeda sin que ninguno de los dos obtuviese fuerza alguna para poder levantarse. Llevaban cinco o treinta minutos sin hablar. Tumbados, las piernas de Lucía sobre las de Silvio. Mirando al techo como si los dos viesen el mismo techo. Silvio se preguntaba. Qué techo vería Lucía aún jadeante y tumbada, mirando hacia arriba. El suyo era la piel que acababa de dejar atrás sin dejar de mirarla, como yéndose de casa.

Había algo doloroso en terminar. Y el frío donde había calor. Pensó que la muerte sería de ese modo con dolor donde había placer. Ella miraba el techo. Como si hubiese algo en el puto techo, Lucía, qué coño te pasa. A saber. Había mujeres tan obvias que era divertido. Y otras tan como Lucía que daba miedo. Tan como Lucía, intuía, no las había visto. Se habría ido con alguna de ellas. Tenían que existir para que el mundo tuviese sentido.


Le acarició el hombro con la mano derecha, rogando por una mirada que no daba por perdida. Ella le sujetó la mano, la arrastró sobre sus labios dejándola al pasar un beso para descansarla después sobre uno de sus senos. El izquierdo, de modo que ella continuaba mirando hacia el techo y con las piernas abrazaba a Silvio y él miraba a Lucía y la abrazaba con el brazo. Por muy fuerte que se hubiese sentido alguna vez Silvio siempre había comprendido que ella le superaba. Con una fortaleza secreta que a veces estaba escondida. Con una fortaleza egoísta.

Al principio fue como un brillo al contacto de la lámpara con la piel de la mejilla. Pero luego poco a poco, una sombra que cabalga el desierto, una lágrima fue descendiendo la mejilla derecha de Lucía. Quiso creer que era sudor, pero no pudo. Quiso saber cuánto tiempo llevaba orbitando su vida en torno a aquel cuerpo que ahora lloraba. Cuánto vistiendo su mundo de blanco y negro para ver mejor sus colores. Cuánto queriendo sujetar el tiempo para que no se la llevase. Y quiso saber qué pasaría ahora, que ella estaba llorando. Quiso un borrón de tinta negra y quiso todo parado. Y quiso sujetar esa lágrima y devolverla a la cuenca llorosa de donde había salido. Pero no pudo.

Se levantó. Suavemente y sin escusa se paró de pie frente a la cama ahora semivacía y vio de nuevo aquel cuerpo del que ahora necesitaba una pausa. Se dirigió a la cocina donde el grifo le esperaba con un vaso de agua fría. Lo observó llenarse, y el dolor de la sed en el paladar reseco le trajo un absurdo sabor a infancia. Cuando no podía soportar el dolor sin llorar como Lucía. Qué dolor había en esa niña abstraída que lloraba.

Los niños, con su alma gigante, con la inmensidad de su alma infinita en comparación con sus cuerpos minúsculos que casi podían volar. Con un alma tan grande que les tapaba de ver el mundo. Y el mundo no quería ser tapado, y les penetraba por a través de ese alma impoluta, llenándola de agujeros, trayándola de heridas sobre cicatrices, cercenándola hasta el tálamo de los sentidos.

Y etcétera Silvio. Dónde había ido su alma. El alma de Silvio, quizás había quedado en parte prendida de la piel de Lucía. Quizás le esperaba a que la recogiese. En el pliegue de los senos, en las cosquillas de las axilas o en el bello invisible que le crecía cerca del ombligo. Quizás estuviese en su espalda, o quizás nunca hubiese llegado a ver esa espalda que Silvio había visto tantas veces.

Todavía no quería volver a su pequeño mundo real de una lágrima resbalando. Se obsesionó incluso. Necesitaba saber dónde se había dejado ese alma que ahora estaba seguro que ya no tenía. Donde descansarían ahora los trocitos de alma muerta que se habían ido decapitando sobre los rieles de su propia vida.

Pero de alguna forma sabía que los trozos de alma que se perdían eran remplazados por el espacio necesario para recordarlos. La experiencia. La pérdida de la inocencia. Era lo mismo y por eso crecer tenía sentido, y valían igual un joven soñador y un viejo con el gran poder del recuerdo. Pero ojalá él nunca hubiese crecido. Porque sentía que algo se le estaba yendo al hacerlo. Y maldita sea, que le quebrase un rayo el cuerpo si no tenía miedo. Pero hacía como si no lo sentía. Quizás todos hacían lo mismo. Quizás por eso lloraba Lucía.

Se levantó de la silla en que se había sentado, bebió un sorbo apenas del agua y se regresó a su puesto de vigía de lágrimas desalmadas. Se echó al lado de Lucía, que lo abrazó sin decir nada. Maldita sea Lucía, por qué coño tenías que haber llorado. Le devolvió el abrazo con fuerza, mientras sentía que un gran pedazo de alma se le desprendía con aquella lágrima que no había visto. No, esto no era como en las películas, ningún diablo aparecía de la nada para ofrecer un trato rápido y por tanto ventajoso. En el mundo real satanás era carroñero. Y había que perder el alma trocito a trocito. Lágrima a lágrima.

3 garabatos:

Anónimo dijo...

Es una pena que empiece la cuenta atrás de esta historia...
Qué rarita es Lucía...con lo majo que es Silvio!

Desgarrador el acto de hoy, muy bueno

tan versátil como acústica dijo...

un final que me hace pensar en benedetti.

Chema dijo...

Yo en cambio tengo ganas de haber cerrado la historia. Marcaré el día en mi calendario, llevo con ella dos meses. Aunque quizás les eche de menos. Pero sólo quizás :p

Andrea, es una de las cosas más bonitas que me han escrito nunca :)

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