Dos centímetros

martes, 14 de octubre de 2008

Son apenas dos centímetros de esperanza
dos centímetros capaces de doblegar la balanza
que mide el peso de mis pasos en talento.

Apenas dos centímetros de himen secreto
entre las piernas de cada uno de mis sueños
la superficie dactilar por la que transcurre
el tren que rasga y arrastra mis momentos.

Dos centímetros que Dios deja de blanco
entre los párrafos de su cuaderno de fortuna
dos centímetros para que nosotros los llenemos
sin tinta, ni lienzo, ni rúbrica...
en verso, siempre en verso, dos centímetros
perdidos entre tu cuerpo.

Dos centímetros capaces de devolver los besos
de los tacones de la vida sobre el asfalto de mi pecho.

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Ein kompliment

Me gusta el sabor de tus ojos...

Me gusta porque saben a madera de refugio de montaña y a pastel de avellanas caliente en el desayuno, y saben a cuerpo desnudo. Saben a esos árboles en los que querrías escribir tu nombre para que estuviese allí siempre, pero no lo haces porque no quieres estropear la corteza. Y saben a la certeza de estar vivo, ya sabes, siento luego existo. Saben a esas miradas que marcan y que se ven una sola vez furtiva en una desconocida que pasa y se pierde, saben al calor de una hoguera en un bosque frío y oscuro. Saben a presente porque a futuro. Porque saben a querer estar mirándolos toda la vida. Saben a vainilla tostada rellena de mares de vino tinto, porque embriagan hasta el naufragio. Saben a presagio de risas coqueteando con lágrimas de pura alegría. Saben a saliva dulce resbalando por los labios sedentos del que los ama. Saben a te quieros velados que juegan a blancearse de cada una de tus pestañas. Esos te quieros juguetones que no puedo decir pero que me golpean hasta morir contra el cielo de mi boca.

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Hombres

lunes, 6 de octubre de 2008

Hombres arados de sueños caminan
sembrados de esperanza trabajan cada paso
bregan el rumbo del surco de los días
exhalan sudor, inspiran fracaso.

Son como gigantes recubiertos de polvo
lanzando sus ruegos hacia el cielo nublado
el valor se les filtra por entre las grietas
de su piel reseca, de su rostro encallado.

A través de los tiempos elevan sus siluetas
y sus raíces se hunden devorando el pasado
con los brazos pretenden abarcar las estrellas
pero manchadas de tierra tendrán siempre las manos.

La lluvia les encharca, el viento les estremece
el dolor es el linde que cercena su carne
la vida no es más que una tregua permanente
de a poco un hombre nace, de a poco otro es segado.

Ser hombres es su pecado, y la única semejanza
que encuentro en los ojos de todos esos salvajes
ya sean eriales pedregosos o floridos paisajes
son campos arados de sueños, sembrados de esperanza.

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Amor en XII actos. Acto VIII: Madurez

miércoles, 1 de octubre de 2008

El primer síntoma de la madurez es el aburrimiento. De repente, el futuro inmediato se vuelve predecible. Los trucos comienzan a desvelarse por entre las rendijas. La decepción es inevitable. Porque antes ahí había magia.

Silvio abrió los ojos aquella mañana sintiendo dolor de cabeza. Y con la sensación de que el día corría ajeno a él tras las persianas. Deseó detenerlo para preguntarle cómo le iba. Pero se sentía demasiado cansado para esfuerzos sobrehumanos. Pese acabar de despertarse.

Se puso la bata y salió al salón, donde los cuerpos de los idealistas descansaban frente el televisor. Parecía que estuviesen muertos. Se le hizo duro reconocer que eso le gustaría en ese momento. La sensación de pesar duró un instante, desvaneciéndose justo antes de que que Roy abriese la boca delatando la realidad.

Estaban hablando sobre mujeres. Los viejos clichés de siempre. Roy y un desencuentro con una chica que le gustaba. Pero que hoy era una puta. Jodidos idealistas, no servían para nada más que quejarse. El mundo iba como iba, cuándo coño lo entenderían. Despotricó un poco contra las mujeres, no le apetecía discutir. "Somos los idealistas, no necesitamos mujeres" dijo Saúl. Lo que tú digas Saúl. Puto reprimido inseguro de los cojones.

Silvio se preparó un sándwich de jamón y queso. Mientras se tostaba fue a la habitación para vestirse. Camiseta, vaqueros, zapatillas. Sólo le quedaban unas presentables, así que la elección no era difícil. Pensó que quizás algún día no tendría con qué calzarse y terminaría atrapado en ese piso hasta que alguien le rescatase.

Salió a la calle. Las nubes no cubrían completamente el azul del cielo, pero el frío que colgaba del viento le recordó que era octubre. El puto aliento del invierno. Se dirigió a la parada de autobús, no le apetecía conducir. Pagó su viaje, nunca había sido muy bueno con las tarjetas. Todo ese rollo de papeles y recargas le daba dolor de cabeza.

El segundo síntoma de la madurez es el cambio. Porque el que antes era espectador de repente gira la cabeza y ve que aún hay público en las butacas. Y que miran con atención al escenario, esperando que los sorprendan con algo nuevo.


Se sentó en el segundo de una pareja de asientos libres, mirando por la ventana. No pensaba en nada. A la siguiente parada notó que alguien se le había sentado al lado. Supuso que sería una señora mayor. Tenían la puta manía de sentarse junto a él, con sus putas bolsas y su colonia barata. Pero resultó ser una chica de ojos azules y pelo rubio. Y resultó que olía bien.

"Pensé que serías una vieja, me has dado la alegría del día. No soporto los perfumes de la gente mayor. En serio, son perfumes violadores, se te meten por la nariz sin preguntar si quieres que pasen y, al menos a mí, me desgarran la pituitaria, te juro que un día me bajé del autobús y a los dos minutos me di cuenta de que estaba sangrando por la nariz."

Soltó la parrafada sin esperar respuesta. Las chicas monas no solían contestar demasiado vehementemente. O bien creían que eras un perturbado o simplemente no encontraban las palabras. Pero a la chica rubia de ojos azules y olor agradable le dio por reír. Y lo más sorprendente de todo, le dio por continuar la conversación.

"Deberían encarcelar a todas las mujeres a partir de los 50 años, ¿no crees? Se nos caen las tetas, nos volvemos respondonas, el gusto se nos queda desfasado, ocupamos dos asientos en los autobuses..."

Silvio no daba crédito. La respuesta era condescendiente pero agresiva.

"Bueno, sabes, me preocupas, donde tienes tatuada la esvástica, es en el otro lado del cuello, ¿verdad? Por eso no me he fijado, entiende mi error. Yo creo en la libertad y la democracia. Jamás encerraría a las señoras de más de 50 por el hecho de ser señoras de más de 50. Pero haría un test a toda la población a esa edad. Un test de una sola pregunta. Y si contestan que no los quemaría a todos vivos"

El tercer síntoma de la madurez es el aprendizaje. El redescubrimiento de la magia que mueve el mundo. De la gracia del engaño. El entendimiento de que hay que para decir la verdad sólo hay que ser sincero. Pero hay que ser muy fuerte, muy equilibrista y muy poeta para trazar mentiras que superen a la verdad. Sin que nadie salga herido.

"¿Y qué pregunta sería?"

"¿Te apetece echar un polvo?"

La miró fijamente a los ojos mientras decía esto. Ella se quedó callada unos segundos, como enganchada a la picardía que sin querer le dibujaba una sonrisa en la cara. Entonces comenzó a reírse. A carcajadas forzadas.

"Muy buena pregunta. Yo me bajo aquí. ¿Te quedas?"

"No, es justo, justo, justo... mi parada"

No lo era, pero qué importaba. No recordaba para qué coño se había subido a ese autobús. La chica de ojos azules y pelo rubio caminaba dando saltitos. Debía tener unos 28 años. Aunque en ese momento aparentaba diez menos. Entró en una cafetería. Silvio la siguió sin preguntar, intuyendo que no le molestaría. Por su parte, ni siquiera sabía en qué parte de la puta ciudad estaba.

Ocuparon una mesa vacía cualquiera. Porque todas estaban vacías. Ella sacó un cigarrillo y le ofreció. Él aceptó. Lo estaba dejando por manías de Lucía. Aguantar sin fumar las horas que pasaba con ella era demasiada tortura, además de una buena razón para decir que lo estaba dejando. Continuaron hablando. Como una coartada para mirarse a los ojos. Como escusas para sonreírse de vez en cuando. Y poder acercar la cara a la del otro sin que pareciese que estaban intimando demasiado.

Silvio le dijo que era escritor, y que mientras se ganaba la vida trabajando en la cafetería del Astoria. "Un bohemio, se te nota, eres un encanto". Ella era decoradora de interiores, pero mientras, se ganaba la vida trabajando en una tienda de muebles llamada La sonrisa de Pandora. Tenía el pelo verdaderamente rubio, y los ojos verdaderamente azules. Era hipnótico.

El cuarto síntoma de la madurez es el hallazgo. El encuentro con la identidad propia. El fin de las preguntas porque se acabaron las respuestas. Porque todas las respuestas comienzan en uno mismo.

"Tengo que ir al servicio. Prométeme que te quedarás quietecito." "No pienso ir a ningún sitio." Esperó unos segundos. Se levantó, pagó los cafés y salió a la calle. El cielo se había despejado y hacía un día estupendo. Caminó calle abajo y calle arriba relajado, como acariciando la voluptuosidad de la Coruña bajo sus pies. Llegó finalmente a la zona del puerto. Retorció un par de calles hasta el portal de Lucía y llamó al timbre.

Ella le recibió desnuda. Sus compañeras no estaban. Estaba desayunando, pese a ser las cinco de la tarde. Sin decir nada le sirvió café. Él se distrajo viendo como se deshacía, mezclándose con la leche, dejando de ser café, tan negro y tan fuerte, para convertirse en algo con menos aroma e intensidad. En algo domesticable en el paladar, ajustable a rutinas de consumo, sin necesidad de edulcorantes añadidos. Recordó todos los que había servido y el que acababa de tomar.

La miró a los ojos y sonrió despreocupado. Ella bebía con las piernas dobladas, los pies sobre la silla, tapándose los senos con las rodillas, los ojos bajos. Le miró. En sus iris rebeldes no se filtraba la leche. Deseó que nunca claudicaran ante el empuje de ese blanco. Que nunca fuesen digeribles de un sólo trago. Ya no le acobardaban, pero seguían intimidándole como aquella primera vez en el Astoria. Se dio cuenta de que le gustaba trabajar allí porque la recordaba sentada. Aunque ella nunca hubiese vuelto a aparecer.

El quinto síntoma de la madurez es la capitulación. Porque tarde que temprano el resto de síntomas pierden su sentido. Se encuentra a alguien que de verdad hace magia. Y el truco es el propio efecto. Y el efecto es ella.

Se acercó a gatas hasta Lucía. Colocó la cabeza entre las dos piernas de ella y comenzó a besarle los muslos. Ella seguía seria, mirando su café. Pero dejó de beberlo. Al rato comenzó a reírse. "Eres un hijo de puta." "Sí, lo soy, un hijo de puta con mucha suerte."

La llevó a la cama en brazos. Hicieron el amor en una cabalgada larga y lenta. Ella se dio la vuelta cuando hubieron terminado dejando la espalda descubierta para los besos con los que Silvio comenzó a trazar dibujos abstractos. Hasta que sintió que se había quedado dormida. Ningún tipo de perfume decoraba su piel. Y sin embargo olía mejor que todas esas pieles que se agolpaban contra el cristal de la habitación.

No tenía sueño. Demasiado café, quizás. Se tumbó boca arriba. Mirando al techo. Pensando que pocos son los que cuando les preguntas por su primer amor aciertan. Porque el primer amor casi nunca es el del instituto. El primer amor es el último.

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