De la naturaleza eterna del Amor

domingo, 22 de febrero de 2009

Recuerdo... tendría apenas diecisiete... que pasé una tarde entera disputando con mi abuelo de la naturaleza eterna del Amor. Disputando digo Diego, que yo hablaba y él escuchaba, pero la terquedad de su silencio por una vez no me inquietaba más que un poquito, pues mi voz era el fruto maduro de la perpetuación alevosa de una tesis.

Había leído largo, o cuanto menos ojeado, todo libro, poema o tratado de temática amorosa, dejando mientras sonar en la cadena del salón y contra el gusto de mi madre cientos de viejos cassettes hippies que había sustraído sin ningún tipo de violencia a mi prima segunda Susana. Incluso creo recordar haber pasado una mañana en la sala de diapositivas de la Biblioteca Municipal, rellenando un polvoriento proyector de imágenes amarillentas, posíblemente pertenecientes a cuadros y monumentos por el Amor inspirados.

No había pues en mi discurso una palabra abandonada al azar, ni un instrumento de la lógica del que yo no hiciera uso. Perfilé así durante horas la inevitable y forzosa conclusión: el Amor sólo es Amor cuando es eterno, y sólo existe un Amor, puesto que únicamente existe un para siempre.

Cuando al fin callé no pude evitar que una sonrisa de superioridad intelectual ocupase por entero mi cara. Los labios de mi abuelo apenas le dieron una réplica inacabada, mientras sus ojos escarbaban en el infinito, tratando de encontrar un punto de alivio a la carga de mi argumento. Finalmente habló. Lo hizo con una voz cansada, como si viniera de lejos:

Dicen que la furia muere joven, y en cambio los dragones son eternos. Y sin embargo, cuánto le temo yo a la furia, y qué poco a los dragones.

Creo que esa es, a grandes rasgos, la diferencia entre Kant y Nietzsche.

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