Tomás, dueño de la Astoria, no le dio importancia al principio. Tampoco a los dos meses. Ni a los cuatro. Aunque con el paso de los días la figura del chico fue contaminándose del afecto que tenía a todo el establecimiento. No era de extrañar. Cualquiera diría que alguna clase de magnetismo obligaba a Silvio a sentarse siempre en la misma silla, ver el reflejo de la misma plaza a través de la misma luna. Llegaba siempre a la misma hora, las cinco de la tarde e invariablemente cinco horas después se marchaba.
Este cariño contagioso desembocó en las primeras palabras que el regente intercambió con él. "Cómo es que pasas tanto tiempo aquí sentado, chico?". Aunque al principio Tomás se tomó la respuesta con desconfianza, el "porque estoy enamorado" conmovió su corazón. Alguien podía querer más ese sitio que él mismo. Los mejores cafés, las más de las veces pagados por la casa, el sitio siempre reservado, cualquier cosa para hacer que su cliente más fiel estuviese siempre satisfecho. De modo que la segunda vez que se abrió el diálogo entre ellos, a la pregunta de Silvio "Qué hay que hacer cuando estás enamorado?" Tomás sólo pudo responder "Desde luego, no quedarte sentado". Y así fue como Silvio comenzó a trabajar en la cafetería donde la había visto por primera vez.
Silvio compartía territorio con un perroflauta, que le toleraba bajo la intuición de que sus intereses divergían. Le llamaba el astrónomo. Ya que el tiempo que Silvio no pasaba en su casa o en el Astoria, se dedicaba a vagabundear mirando hacia arriba, por la calle que la había visto marchar aquella tarde, sujetando la esperanza de verla aparecer en una de las ventanas, o quizás más arriba.
Una noche, a eso de las doce, el perroflauta lo encontró sentado en el suelo, sin mirar al cielo. Dejó el cartón de vino y la flauta sobre el asfalto y se retrepó con naturalidad contra la pared, balanceando el cuerpo como acomodado en una mecedora invisible y sin que mediase invitación alguna, comenzó a hablar:
"Sabes, he conocido muchos yonkies. Muchísimos, y en el fondo sabes qué? Son todos unos llorones. No entienden la belleza de ser drogadicto. El síndrome de abstinencia, tío. Porque las drogas nunca se van del todo. Puede que no estén en la sangre, pero quedan como un resíduo de lo que eres. Bueno, en realidad quedas tú como un residuo de ellas, sabes?
Así que es en ese punto de dolor, en el que se te muestra su verdadera violencia. Porque después puedes superar el problema, tío. Yo lo hice. Varias veces. Pero entonces es todo tan frío, tan sin vida, tan sin sentido. Has estado fuera del mundo y cuando vuelves, todo es un coñazo aséptico de dimensiones desproporcionadas. Así que a veces merece la pena plantarse otro viaje. Largarse de nuevo. Y cuando lo aceptas. Cuando aceptas lo que eres... es todo un placer tan jodidamente decadente que no tiene precio. Da igual lo que suban. Cómo dijo aquel, soy como esos viejos lobos de mar, que no buscan más que el sabor de las olas...
Yo sé que ellos no lo entienden, sabes? Lo sé, y no voy a convencerles. Son como Boby, sonríen pero porque no se enteran de nada. Pero creo que tu me captas el rollo. Porque no paras de mirar al cielo, tío. Estás jodidamente girado. ¿No tendrás suelto, verdad?"
Silvio se levantó, le dio las gracias, todo el dinero que tenía encima y se marchó.
Hace 18 horas
3 garabatos:
Me gusta la idea de tus relatos, es realmente fantástico ver como narras cada historia con esa mezcla de intelecto y sentimiento que conforta al ser humano,
Besos
Muchísimas gracias
Mi presunta mezcla de intelecto y sentimiento se alegra muchísimo de tu comentario :)
Aunque pienso que es más una cosa del que mira. Por eso me encanta esto de escribir en un blog. Porque a veces se te descubren aquellos para los que escribes.
Un beso!
Me gusta mucho el final de este relato...
No porque el inicio no este lleno de una carga emotiva que no veo que se aproveche, pero el final tiene un giro que me gusta, me gusta mucho eso de mirar al cielo, de dar las monedas e irse...
Esta muy chido tu trabajo chavo...
Saludos
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