Dignidad armada. Capítulo I: La barricada

martes, 8 de julio de 2008

Esto es un simple ejercicio de estilo. El objetivo es escribir un relato de acción de unos 10 o 12 capítulos. Los acontecimientos no suceden en ninguna ciudad concreta. La idea es que puede ser cualquiera. Y tampoco sé a dónde me llevará, ni cómo terminará. Ahora mismo estoy con el capítulo II. Nunca he terminado nada de lo que he empezado a escribir. Creo que por ser demasiado ambicioso. Así que acometo estas líneas con la única esperanza de terminarlas pronto. De entretenerme mientras. Y de entreteneros a vosotros. Un abrazo.

Una barricada se alzaba degollando la Calle del 13 de Mayo en una cabeza tranquila y lúgubre y un cuerpo arrancado en llamas. Las antorchas bailaban como siguiendo una melodía siniestra inaudible para el simple oído humano. No así para un perro que no dejaba de ladrar y aullar excitado. Su cuello estaba contorneado por una tira de cuero rojo abrazada en una evilla de la que colgaba una placa con el nombre de Keaton, contraste del futuro inmediato que esperaba a la mayoría de jóvenes con los que compartía cercanía. Del collar nacía una correa que la unía con una de ellos: una chica de un pelo rojo claro que ondulaba en la caricia de sus muslos al caminar, mientras ella iba rozando su fino cuerpo contra el del resto de forma inevitable, dado el elevado número de almas entre los estrechos márgenes de los edificios residenciales.

Sus pensamientos eran tristes. Se preguntaba por qué había traído al pobre Keaton, consolándose al instante siguiente con la idea de que no tenía a nadie con quién dejarlo. Todos los que conocía estaban en esa calle. No le habría perdonado que no le hubiese dejado venir a él también. Pero ahora se le veía tan inquieto que las dudas la inundaban una y otra vez. Quizás él pudiese ver la muerte. Quizás la visión fuese aún peor que la simple intuición del hecho.

Entró en uno de los edificios, situado en la retaguardia de la calle, en realidad callejón improvisado por un oportuno fallo en una demolición cinco días atrás para la construcción de un hotel y un centro comercial. Por ahí no podrían entrar, pensó mientras cruzaba el umbral, era imposible. Subió por unas escaleras y entró en una de las viviendas. Era el cuartel en el que se habían instalado la mayoría de los llamados barones, cada uno de ellos jefe de un área determinada. Los más importantes eran Luis y Roberto. Llegó junto a ellos. Estaban de pie junto a otros cinco en torno a una mesa desbordada de papeles en lo que el día anterior debió ser un comedor. Miró durante unos segundos al mapa que destacaba contra el resto de papeles, aunque lo conocía perfectamente. Ella había tenido la idea del cebo. Mientras, se distrajo con la conversación de sus compañeros.

-Es la hora de las brujas. Deberíamos empezar con el discurso. ¿Estás preparado?
-Más o menos. Nunca se está preparado para esta puta mierda. Joder, la hostia puta. Vamos a morir muchos, y lo sabéis. Lo sabemos todos, y en cambio aquí estamos.
-Es por una buena causa.
-Sí, los cojones, una causa segadora de vidas. No estoy seguro de que sea suficientemente buena, suficientemente noble. En caso de no haber muerto en un par de horas, seremos responsables de tantas otras muertes que no creo que quede espacio en nuestros putos corazones para la vida. Quizás muramos de remordimiento.
-Entonces habrá que ser valientes, coño. Al menos al morir aquí seremos héroes, ¿no? Seremos recordados por nuestros compañeros, por aquellos que no cayeron.
-No te engañes, joder. Vamos a ser tantos que no bastará un día para nombrarnos a todos. Pasaremos con un nombre indeterminado. Algo así como los mártires de la calle trece, o una mierda empalagosa por el estilo. Aunque quizás sea la única forma de no morir solos. Morir escuchando el grito de despedida de todos los que se vienen contigo.
-Ves, estás inspirado. El discurso te saldrá de puta madre. Se olvidarán de lo que nos espera.
Pero para un momento. ¿No tenéis nada preparado?

Las palabras le salieron de la boca sin permiso. Pero le parecía increíble que algo tan importante, crucial y solemne, casi funerario, se dejasen al arbitrio del azar y el ingenio de una persona. Que estaría en ese momento bajo una gran presión.

-No, Sara. Robe pensó que utilizar papeles habría sido casi un insulto al espíritu de esta revuelta.
-¿Y si no se te ocurre nada, qué coño pasa?
-Joder, Sara, no me pongas más nervioso, coño. ¿Te crees que para mí es fácil? Tengo que hablar con cientos de personas. Engañarlas, de algún modo. Hacerlas sentir puto orgullo por una muerte que quizás sea inútil.
-Ellos ya están orgullosos. Si no no habrían venido. ¿Has visto cuántos son? Todo lo que conozco está en esta puta calle. Hasta Keaton ha venido.

Desde la calle penetraba el sonido de las conversaciones. Sara pensó que era más fácil combatir el miedo unidos. Y cuanto más unidos mejor. A lo largo de la tarde había visto varias parejas besándose, incluso desaparecer tras una puerta en alguno de los edificios de viviendas donde había empezado todo.

El plan había salido bien hasta el momento. Eligieron la calle por su condición única de callejón, combinada con la cercanía de la plaza del ayuntamiento: su objetivo. A partir de las dos de la madrugada, tras cortar electricidad, lineas telefónicas e instalar los distorsionadores de ondas, un destacamento organizado en comandos de 8 personas había ido secuestrando a los habitantes piso por piso, planta por planta, edificio por edificio, hasta que a las dos de la tarde todos estuvieron controlados. Los rehenes habían sido agrupados en una sola habitación por edificio, que hacía las veces de puesto de observación y comunicación. Posteriormente había ido llegando el grueso del grupo, con su escondrijo y hora de llegada asignada. Y así, con la precisión de un reloj y sin levantar sospechas, en torno a 3500 revolucionarios armados se habían ido instalando.

A las 8 de la tarde se dio la orden. Se bloqueó el camino con los coches allí aparcados, formando una fila de tres de anchura, sobre los que en menos de media hora se había formado una barricada de 4 metros de altura utilizando los muebles que ya descansaban en los portales. Era una barricada sólida, con una estructura diseñada por Tomás el arquitecto y con cabida para tres observadores armados con metralletas. En lo alto de ella se habían encendido cuatro hogueras, evitando posibles incendios utilizando mangueras que empapaban constantemente la mole.

La policía no había tardado en formar. Primero en un orden improvisado de varias patrullas aparcadas al otro lado. Por un megáfono hacían preguntas estúpidas, como si eso se trataba de un ataque terrorista o quién estaba al mando.

A las 9 y media se realizó la llamada, informando de la presencia de minas en la parte trasera de la calle, de la existencia de 323 rehenes, de las causas del acto y sobre todo de las exigencias: la derogación de las leyes 17/2010, 4/2011 y 12/2011 de regulación económica e inmigración. Se daba al gobierno un tiempo de 24 horas, a partir del cual se procedería a la toma del control de las instituciones democráticas de la ciudad. Si se producía cualquier tipo de ofensiva contra los amotinados por parte de las fuerzas del orden público, se procedería a la eliminación sistemática de los prisioneros.

Habían pasado casi tres horas desde aquella llamada. Los policías vestían de un cordón azul los aledaños de la calle. Su parafernalia de cascos y escudos antidisturbios, en un comienzo caótica, se había ido organizando en un orden marcial que imponía respeto a unos edificios ya ciegos de ojos humanos, salvo los observadores que seguramente estarían calculando el alcance real de la amenaza a través de sus prismáticos.

Sara salió del edificio, precedida de la comitiva antes reunida en torno a los papeles, único vestigio de orden que quedaba relegado por el caos de la calle. Podía leer en los ojos de la multitud que les iba abriendo camino hacia el improvisado escenario bajo los escombros de la parte trasera, ya apenas a unos pasos. Veía miedo y dudas, mezclada con una esperanza que se había ido diluyendo con el correr inevitable de las horas. Apretó con fuerza el asa de la correa de Keaton. Tenía más miedo que nunca. No sólo a lo que pasaría después, sino a la posibilidad de que todo se desmoronase. Tenía la sensación de que se encontraba al inicio de un efecto dominó que llevaba hacia un abismo, y que un sólo fallo en la cadena llevaría a un vacío mucho más profundo y desolador. Se quedó en la base, al lado de un grupo que le era familiar. Había hablado muchas veces con ellos, y sin embargo ahora apenas tenía fuerzas para decir un hola. Miró hacia el micrófono y vio aparecer allí a Roberto. Sintió una especie de lástima por él, al mismo tiempo que se concentraba en un inútil esfuerzo para transmitirle fuerza. Se avergonzó un poco al reconocerse que aún creía en ese tipo de cosas y miró al suelo. Estaba cubierto de tierra, idea de Luis, el barón encargado de la organización armada, para que la sangre no corriese como un río en el infierno. Roberto comenzó a hablar, y casi de inmediato se hizo el silencio.


“Hoy es un día triste. Nunca pensamos que tendríamos que alcanzar este extremo. Pero no ha sido suficiente, amigos. No lo ha sido. Lo hemos intentado. Y no lo hemos conseguido. Pero mientras cualquier otra ciudad se habría rendido, como de hecho así ha sido, la nuestra no. Nosotros no nos rendimos, porque sería aceptar que tenemos algo que perder, y poco nos queda por perder que no nos hayan quitado.

Nos han arrebatado la dignidad de nuestros trabajos, la libertad de elegir qué hacer con nuestro futuro. Han arrancado con violencia a muchos de nuestros amigos de nuestro lado. Y siguen con sus planes. ¿La excusa? La crisis económica. El petróleo es caro y hay que subvencionarlo. Las escuelas públicas están colapsadas por no nacionales. Los índices de alcoholismo y drogadicción aumentan sin freno. Pero eso no es causa. Eso es la consecuencia de su inutilidad absoluta. Y la solución que se les ocurre es asfixiarnos con medidas absurdas y paternalistas. Nos estamos apretando el cinturón, dicen. Pero obvian que el cinturón nos lo han echado al cuello.

Ahora nos llaman terroristas. Pero nosotros no tenemos siglas. Nosotros sólo tenemos ideales. Ideales que se pueden resumir en uno: Libertad. Si un grupo armado ha de luchar por la libertad en su país, el Estado ha perdido sus cimientos legítimos y se tambalea: la democracia no es una urna, es un poder, un poder dado al pueblo cuya voluntad se está viendo ninguneada a través de unos pactos de Estado que nos están llevando a un agujero sin fondo. No hay dinero, nos dicen. Pero la libertad de un pueblo no puede medirse en monedas.

Hemos dejado claro lo que queremos. Hemos perdido nuestros pulmones para que las calles de nuestra ciudad gritasen al unísono nuestras exigencias. Hoy, voy a ser franco, quizás tengamos que perderlo todo para que vivan en las páginas de la historia de este país. Pero creedme. Nuestro grito es honesto. Nuestra petición es sincera. Así que cuando veáis el rojo de nuestros compañeros o el vuestro propio teñir el suelo, no penséis en barro, pensad en vuestra tierra. No penséis en muerte, pensad en inmortalidad. No penséis en miseria, pensad en la generosidad inabarcable de caer para alzar un ideal. Un ideal tan grande que nunca más podrá ser postergado. Para que no vuelvan a olvidarlo tendremos que obligarles a recordar. El espíritu revolucionario es lo que separa un pueblo de un rebaño”.

Roberto calló y el silencio reinó sobre el lugar. Pero apenas duró unos segundos.

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