El clochard de los excesos

jueves, 31 de julio de 2008


Los ojales cosidos le servían de recordatorio, no hay amor para un simple botón, no hay cariño que resguarde del frío. Dos mangas y un solo bolsillo, talle ajustado a los huesos, no cabían costillas de menos entre sus paredes de pana, alfombra para imaginarias damas que corrían de sueño en sueño, dejando caer su pañuelo de metal.

Chaplin de la modernidad aunque sin comer zapato, por ser animal de interiores se había condenado al raso y vagabundo le decían. Era diestro con las bromas, y por ello era apreciado en la comunidad de vecinos de los que no tienen morada. Los chistes escasean en la miseria y él era fuente de algunos que ya circulaban en otros ambientes. La palabra es como la peste. Aunque en ciertas ocasiones se quedaba silencioso, con un STOP imposible de ignorar dibujado en su cara.

Su cultura era admirada, no había pregunta que no tuviese respuesta, sencilla pero evidente. Si le interrogaban por el porqué de su desnudo, decía "no soy codicioso al uso, mi ambición es una brújula tonta que baila al son de un tesoro real pero imaginario". Quizás sólo prefiriese ser clochard de los abusos.

Considerando lo común vulgar y lo raro extraordinario, el hombre veía pasar sordomudos entre ciegos. Los carteles de la ciudad mostraban su triste fealdad. Imaginario colectivo de un colectivo imaginario. Las paredes de ladrillo eran muros de plastilina medidos a la moralina disimulada de excesos. A lo peor visionario, ojalá fuese un ciego más, pensaba en su soledad. Y aunque sus compañeros de casta tenían vidriosos espejos que mostraban su pasado, el rastro de sus callados pasos era de un opaco siniestro. Los que le conocían no podían ubicarlo más allá de un par de pares de días. Todos le llamaban Juan, aunque prefería Pedro. Porque suena como a perro. Y sonreía.

Ya no escribía cartas, ni poemas, ni relatos, bajo diferentes coartadas. Sólo dos son hoy recordadas: por falta de estudio formal y porque escribir es la patria y ahora practicaba un turismo llamado de lectura facial, dando la vuelta al mundo sin regreso programado.


Y un 24 de abril fue hallado muerto en la sucursal de Caixa Galicia donde solía pasar la noche. Las cámaras de seguridad filmaron la brutal paliza a la que fue sometido por dos jóvenes, uno de veinte años de edad, el otro de tan sólo dieciséis. Nadie se percató de su muerte hasta las nueve de la mañana del día siguiente. Todos los que anteriormente vieron el cadáver prefirieron acudir a otro cajero, seguramente bajo la convicción escrupulosa de que estaba dormido. Cuando llegó la policía, encontró un papel arrugado en su mano derecha y un bolígrafo bic en la izquierda. Pensando que se trataría de una nota con algún tipo de dato que ayudase a su identificación, uno de los agentes se apresuró a leerla. Encontró escrito lo siguiente, con una caligrafía impecable:

Cuántas primaveras caben entre tu cara y la mía,
cuántas tempestades nos empujaron al beso,
suelo de mis amores en que se ahoga mi olvido
para matar de recuerdo.
Me soñaba un soñador, prófugo de mis sentencias,
la razón en mi conciencia perseguía a un violador,
un perturbador de verdades,
un calamar gigante de ciento ochenta y nueve brazos,
uno por cada amargo crimen que he cometido.
Y este es mi mayor delito,
haber permitido vivir a un cuerpo que siempre fue afín
a la carencia de sentidos.

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