Antes fui un niño temeroso, incluso al afirmar que Dios no existe sentía la obligación de disculparme en un silencio miserable, alzando al cielo el iris hasta ocultar la pupila, dejando a los mortales una media luna castaña que en su ridículo era mi penitencia.
Una noche sentí de nuevo la necesidad de negar a Dios. Fue en una taberna irlandesa, hogar por excelencia del Señor. Una de las chicas con las que compartía mesa me miró fijamente y sonrió. Mientras soltaba una retahíla hipnótica sobre el triste papel de la Iglesia en nuestro tiempo, continuó mirándome. Los otros chicos y chicas también eran católicos y se defendieron. Pero nosotros seguimos mirándonos a los ojos, y por segunda vez, volví a negar a Dios. Y lo negué una tercera con mis niñas clavadas en las suyas, sin poder moverse, mientras sentía un dolor inmenso en los márgenes de los globos oculares. Pensé que en cualquier momento comenzaría a sangrar por las cuencas y el engaño saldría a la luz. Así que comencé a desnudarla mentalmente, procurando distraer cualquier pensamiento con los botones saltarines de su blusa, con la cascada de su cabello antes recogido sobre sus hombros desnudos.
Uno de los presentes dio un golpe sobre la mesa que hizo saltar las jarras de cerveza. Afirmó con convicción absoluta que la Iglesia había cumplido un papel innegable como refugio de la palabra de Dios, como casa de todos aquellos que realmente deseaban ayudar al prójimo. Le dije que se hiciera cura y dejase de tocar los cojones, que si era marica encontraría los brazos de su templo abiertos para él. Ella rió y de nuevo nos miramos. Ya no sentía dolor alguno, sino un inmenso alivio en el pecho. El mismo que ha de sentir un ahogado cuando el aire, primero ardiente, se vuelve fragante y le recuerda lo que es estar vivo, ser libre de nuevo.
Aquella noche perdí la virginidad y dejé de ser un niño temeroso. Y ahora cada vez que niego a Dios, mis ojos no buscan cielo alguno para disculparse, sino que encuentran un cuerpo jadeante, una sonrisa y unos ojos negros que me miran carcelarios, para al instante después liberarme.
Hace 17 horas
3 garabatos:
No sé si es verdad o no, imagino que sí, pero no importa, es una historia fascinantemente cotidiana y está descrita de una manera que atrapa. Me gusta mucho.
Jajajaja, muchas gracias.
No, no es real. Ni tengo ni tuve nunca amigos católicos. Y creo que cuando perdí la virginidad no maldije a dios, más bien le di las gracias porque el sexo estuviese a la altura de lo que decían.
De todos modos, sí es cierto que cuando era pequeño era incapaz de negarlo sin disculparme posteriormente en silencio. Quería ser ateo, pero tardé mucho en liberarme de todos esos años de colegios de monjas, misas, etc.
Lo curioso es que ninguno de mis padres es realmente creyente. Pero consideraron que la enseñanza católica era la más adecuada.
Pues mi proceso de conversión en atea (también vengo de colegio de monjas) tuvo mucho que ver con mi iniciación a la vida sexualmente activa. Básicamente, decidí dejar de ser creyente para no sentirme culpable por disfrutar de mi cuerpo. Una que es práctica y operativa.
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